Ahí estábamos nosotros, congelados de frío, en el banco de siempre. Piti arriba y piti abajo. Intentaba hacerme una ligera idea de por qué ahí y no en otro lado decidimos ser infieles a nuestro mundo, pero luego lo entendí: "no había un por qué, y eso era lo importante".
Girábamos la cabeza para ver cuántos segundos tardaba el semáforo en frenar el aceleron de cualquier conductor con prisa, yo mientras tanto, contaba cuantas sonrisas era capaz de darte en ese instante. Jugábamos a darnos palos, uno tras otro, sin medida, sin piedad. Sabes que haces daño cuando te contestan con otra más fuerte. Y te ríes. Joder, que esencial es eso. Reírte hasta que te duelan las costillas.
Nos robábamos las frases, las copiábamos, les poníamos la esencia de nuestro acento y las soltábamos en el momento más oportuno, o inoportuno,
como cuando se puso a llover.