Aún recuerdo ese momento. Cuando
la miras a lo lejos, acercándose, y sientes que te ahoga la corbata, que te
pesan los pies, que te acuerdas de ella. No hicieron falta palabras. Ella me
desnudó con la mirada, me aflojó la corbata y se deshizo de mis zapatos. Fue
entonces cuando llegamos a ese infinito que llamamos cielo. Cuando comprendimos
que no se necesita música para bailar. Cuando solo te importa tirarte encima de
ella y darle un momento inolvidable, de esos que le habías prometido.
Y joder, no
es malo que nos pesen las lágrimas, podemos levantarlas juntos. Y con el rastro
de rímel que dejen por tus preciosas mejillas, escribiremos el resto de nuestra
historia, repleta de paredes de cristal y besos por tu espalda. Y gritaremos cada
puto día, que, pese a todo, cada día ha sido el puto mejor día de nuestras
vidas.
Borraremos
los finales felices de los diarios. Que las
buenas historias nunca se acaban. Eso de que ella me enseñó a volar por encima
de las nubes, a gritar por encima de todos, a querer por encima de todo, a
estar ahí, para todo. Empezando por infinito. Eso de que de repente hay alguien
que vuelve posible ese uno por ciento que había entre lo imposible.
Que habrán
películas en el cine, y la película fuera de este. Que dejaremos a un lado lo
predecible y pasaremos a las sorpresas para comer. “No hablen de amor si no
conocen sus placajes”. El truco será vivir por tu sonrisa.
ESCRIBAMOS EL RESTO