Amanecer no
debe ser tan difícil cuando te encuentras en un punto medio entre cada uno de
sus labios. Vivir en primera línea de sus ojos con una hipoteca para toda la
vida sin más intereses que los de su jodida y embriagadora sonrisa. Y digo yo,
ir a trabajar entre tanta lluvia, o tormenta, no debe ser tan difícil.
Estoy dispuesto a soportar esa
brisa de nostalgia que deja al pasar por al lado de la gente y a quedarme,
cachondo, mirando las colillas del cenicero del despacho, recordando que, por
la noche, no dejamos ni la chusta de los porros que nos habíamos liado a modo de
orgasmo. Que no hay suficientes tapones en el mundo, que conducir a toda hostia
y sin prisa es una de las consecuencias de escribir sobre el amor sin tener ni
puta idea de cómo dejar adicciones tan fuertes como la de los chitos por la
mañana. Que ahora pierdo el sentido por buscar el motivo de perder los sentidos
cada vez que se motiva. Y ese es el resumen de sus piernas. Sin saber por qué,
y como un loco (por Victoria), no puedo dejar de escribir sobre ellas,
intentando escalar con letras cada peldaño de su cuerpo para, una vez llegar a
la cima de sus ojos, poder estudiar algo más que los cinco lunares de la
esquina de su espalda. Y por esto, me declaro adicto al whisky. Borracho de
escribir libros enteros por cada uno de los besos que me ha dado. No quiero adivinar
donde será el próximo, y es por eso por lo que cierro los ojos. Mareado de
subirme por las paredes dándome de hostias con el techo, cada vez más amigo del
suelo. Íntimo, en mi opinión. Y por esto, me declaro adicto al tabaco. “Me fumo”
de ganas de ella, del regazo de humo que deja cada vez que se enciende un piti
y me pasa el humo como diciendo; “por favor, quítame la ropa”. Y por esto, me
declaro adicto a su mirada. No hablen de espadas si no les ha clavado sus ojos
de nicotina. Me declaro adicto a sus caricias, a sus mejillas, a sus caras, a
su frente y a su vida. En resumen, adicto a ella.